sábado, 16 de mayo de 2009

La mujer de papel

Estaba destruido por mis propias manos, devastado por mi extraña desarmonía. Hecha ya una común bola de papel, con rechazada poesía. Yacía así de irreparable, sometida en mi puño, con su rojo planeta que finge naturaleza de lunar. Dormitaba fuera de mis absurdos sueños, trazando círculos de aparente eternidad sobre el cuaderno también afectado por las frases y alegorías; lazo inexorable que me reprocha mi simplicidad arrogante. Cuando algo, algún remordimiento vibró en mi puño con el condenado papel sometido por la fuerza. Me decidí a escucharlo, a reparar su injustificable castigo. Fue abriendo sus brazos, con la cabeza agachada, sin ojos que se ocultaban en su palidez y sus marcas de fantasías hirientes, con una larga capa que apenas mostraba sus pies. Yo lo vi, no, la vi. Escuché el crujir de su pena al perderse su flor entre mis pies. Comprendí entonces que había cometido una injusticia hacia lo revés de la vida, un objeto muerto, pero con una historia transcurrida, antes de haber sido inicua hacia su inminente sobrevivencia. Era entonces una mujer resuelta a base de destrucción, nacida con un brote de esperanza, que permanecía aún entre mis pies. Le ayudé a completarse y arreglar su delicada capa cargada de penas (no niego haber deseado marcar en las anegadas faltas sumergidas en su espalda, marcarlas en mí como recuerdo de mis propios reproches) cuando al fin comprendí que aún podía repararlas, guardadas en aquella flor entre mis pies. Bajé la mirada: ahí estaba, deforme, con sus espinas de papel cuyo pecado de existencia es bendito y se arrepiente por todos, por el fatalismo de ver escritos sus temores en un plano firme, que debería ser escabroso y terrible... y muestra, por el contrario, un mundo blanco clamando su inocencia. Ella vino a mis manos para mostrar su esencia, y tomar de mi destrozo el perdido brote de esperanza. Tomé la flor entre mis manos, y la puse entre las suyas con escozor, arrepentida. Se le veía más firme y calmada, parecía no dolerle las fracturas. Entonces me animé a preguntarle su nombre, y su nombre era Soledad. Algún temor encariñado me llevó a matarla, tirarla entre la basura, sostenida entre sus manos la esperanza que dejé escapar al olvido.

domingo, 3 de mayo de 2009

Parodia de los sentimientos perdidos

Discute con nada soledad, no me busques, sé que tampoco soy algo, pero no me hagas perder ese autenticismo de pasar desapercibida ante los ojos de los todos, los permitidos.
Amargura, no me digas que siempre hablo de lo mismo, insoportable para ti se ha vuelto mi presencia. Tristeza ahora no me habla, y por tanto no me es permitido llorar y encontrarme confidente contigo para mutilar mis penas.
Soledad... es cierto que solías ser la amante perfecta, la pareja ideal. Tu arrullador silencio hacía dormir los más recónditos sentidos de la supervivencia humana, fuera del ser sólo una emoción, alteración u agonía. Verdad confieso con decir que siempre me hacía falta algo de ti, que habían ocasiones en que te extrañaba lejos, lejos de sentir el algo que tanto odiamos admitir su popularidad y gentileza hacia los rechazados.
Enojo, no te busco al querer matar todas mis reacciones; no es que te tenga desconfianza de hacerme cometer pecados, pero me han dicho que es mejor sentir temor que otra cosa, y Temor acude en mi compañía cuando tengo mis manos con algunos daños pertenecientes a las otras personas convalecientes de estar en todos los actos.
Muchas son las causas de mi gran desconcierto ahora, Confusión acude como aliado, y es, en alguna parte que apenas observo, que está el Perdón esperando a mi llamado...

viernes, 1 de mayo de 2009

Epidemia de las mentiras

Aquel día en que se hizo oficial la epidemia de las mentiras, salieron plumas por todas partes. No eran plumas de ángel, ni de querubín: eran sólo plumas que no pertenecían a nadie, una muestra de la inexistencia volando por el aire. La epidemia de las mentiras aseguraba una verdad enfermiza, que todos se cubrieran la boca y dejaran de mentir por otros, que acataran las órdenes de los altos mandos, aquellos, los superiores. Según siendo ésta una epidemia de las mentiras, resulta una verdad inconcebible que ha de ser oculta a toda costa, entre plumas sin identidades.

Aquella epidemia llegó un día que hacía sol, que habían plumas, una verdad inconcebible y el nombre de nadie, ni nada.

La verdad se esclarecía entre la brumosidad de las plumas sin personas ni nombre, anonimato de una enfermedad de mentiras que desde siempre había existido, y existirá de vez en cuando, algún día de sol, o tras la guía de plumas sin identidades, trayendo consigo una verdad oculta entre el pajar de las mentiras sin sombra, ni cura...