domingo, 21 de noviembre de 2010

De la rara violencia

Cierta vez leí sobre una especie de violencia surgida a partir de una carcajada, de lo inevitable que es no perturbarse tras repentinamente presenciar una alegría de dicha magnitud. Así mismo y contrario a esto, de lágrimas que brotan entre la dicha o el placer, llegando a la siempre inexplicable nostalgia. Resulta extraño querer pensar en una razón concreta de las cosas en medio de la nada, reír o llorar de la nada. ¿Será eso una verdadera violencia? La confusión provocada, quizá. Pero algo tenía de razón respecto a la violencia este texto, y era que no tenía hora para llegar, ni modo. Todo el tiempo somos verdugos de la palabra, del inesperado momento en que adquiere su forma. ¿Concebiremos al mundo como a una piedra desmoronándose bajo la fuerza de nuestro puño, una parte precoz del desconocido inconsciente...? Y es ahora que ya no me quedan palabras, porque la resolución queda siempre pendiente.

martes, 16 de noviembre de 2010

La esfinge perpleja

¿En qué parte del cuerpo reside esa proclividad a lo inmundo? A veces se nos manifiesta claramente esa condición universal que nos inclina hacia cualquier forma de lo degradado; conformamos entonces nuestras aspiraciones a las determinantes siempre apremiantes del equívoco. Somos entonces como un error del dios; como una errata en un libro banal.
Imagen... instante...
¡Qué extraño es el orden de esas dimensiones!
Me hubiera confabulado conmigo mismo para escribir una novela en la que no hubiera un solo orden de la realidad que no estuviera involucrado como substancia misma de ese texto. Si yo consiguiera escribirla, eso querría decir que la substancia del mundo son las palabras... y, en cierto modo, que yo soy el dios.
Sí; porque la aspiración de ser dios es la más legítima (porque es la más alta que puede ser concebida).
La esencia del dios es su legitimidad como certidumbre del espíritu. Si los dioses no fueran tan patentes, el pensamiento sería imposible.
Los dioses son todo eso que no es la realidad.

martes, 2 de noviembre de 2010

A ella

Nunca antes había percibido abrazo alguno y disimulado de la muerte. En días como hoy tan sólo sabía que la tradición era celebrar a los difuntos, desconocidos la mayoría de ellos para mí, ya que aquellos que resultaban conocidos (sea familiares o amigos) me parecían un recuerdo que se manifestaba alegre al regresar en su compañía, en el pasado. Pero hoy es inciertamente lo contrario. Desde ayer que la recuerdo a ella, y no es que no la hubiese pensado antes. Es extraño saber que tengo una ofrenda a su memoria, y ya no pueda compartirla... Una taza de café, un pan dulce o escuchar la radio en las mañanas. Ahora triste sorbo de la taza y saboreo amargo las migajas. Pero sé que no ha de ser así, que no le habría gustado la idea de saber tales cosas que no se hicieron sino para ser disfrutadas. Aun así, espero desde lejos sepa que la extraño, pero que no me venga a jalar las patas. Creo que soñé con dicha promesa, o alguna vez nos llegó con la amenaza.