sábado, 6 de septiembre de 2008

El pequeño teatro de la oscuridad

Al llegar, la gente esperaba paciente ante el silencio del fuego, el sonar de las maracas y el rugir de los árboles. Observábamos hacia ninguna parte, a las furiosas chispas, quizá, a la tierra. Escuchaba. Alguien tocaba por la ventana, rítmicamente, desesperada; no era alguien... no era una ventana, era un tambor con muchos demonios y esperanzas dentro, queriendo salir, ser, tocando en un mismo ritmo inalterado. Algo había en ese fuego que se hacía invisible ante mis ojos... transcurrieron los murmullos, las preguntas, y todos entramos ahí, besando el suelo, venerando la tierra, la oscuridad.
Las voces profetizaban el nuevo encuentro y un viejo espejo que ha de ser destrozado. Sonaba escandalosa la noche mientras permanecíamos ahí sentados sobre la tierra, y hubo de entrar el misterio en brazos de aquel profeta: una flamante roca en fuego que enmanaba calor y sorpresa, que luego iría a ser depositada en el vientre abierto de la tierra, dándole la bienvenida. Una tras otra llegaba, hasta ser un número determinado, echando sobre sí chorros de agua medicinal, que más bien sentía muy en lo profundo que ésas eran nuestras lágrimas robadas (sin saberlo, sospechando, sintiendo) lágrimas sin vapor que luego serían el único aire por respirar, como una especie de placentero masoquismo. Seguía sonando la noche, la conciencia hablando, mostrándose en el sudor, el despertar dormido... (y para mí todo seguía siendo ruido). Las lágrimas medicinales despedían culpa, intriga, inconsciencia; sueño.
Habríamos de dormir despiertos para poder escuchar nuestros demonios en aquellos tambores, soñar la vida transcurrida y el fatal fin que le seguía, dicho así en aquellos aullidos de dolor y de espanto (era la alegría de los demonios liberados) que hacían de nuestro interior un teatro sin salida, hasta haber despertado la faltada esperanza escondida.
Era la noche anterior a mi cumpleaños... silencio.

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